Lluvia sobre Raqqa, por Giuseppe La Micela, Italia |
‘Una determinada sociedad, o es racista, o no lo es, (…)
decir, por ejemplo, que el norte de Francia es más racista que el sur, que el
racismo es producto de la chusma y que, por lo tanto, de ninguna manera afecta
a la clase dominante, que Francia es uno de los países menos racistas en el
mundo, es propio de hombres incapaces de pensar con claridad’ (Frantz Fanon,
(1986), Black Skin, White Masks, ed. Pluto Press, p.85).
La cristiana Europa y el Medio Oriente musulmán han tenido
pésimas relaciones de vecinos. Tras la desintegración del Imperio
Turco-Otomano, tras la Primera Guerra Mundial, las potencias europeas y EEUU
establecieron su hegemonía en la región. Los países europeos han sido vecinos
que nadie quisiera en la casa de al lado: cuando no han estado demasiado
ocupados intentando colonizar los países del mundo árabe, se han empecinado en
apoyar dictadores “buenos” o en tumbar a los dictadores “malos”, armando a los
que consideran sus amigos. El descalabro ocasionado por más de medio siglo de
políticas intervencionistas y colonialistas europeas ha golpeado duramente a la
sociedad francesa, aunque en una manera mucho más suave que los miles de golpes
que hace décadas vienen recibiendo, por causa de estas mismas políticas, los
palestinos, iraquíes, sirios, libaneses, argelinos, etc. Dicen que la del
viernes fue la peor masacre en Francia desde la Segunda Guerra Mundial,
olvidando, convenientemente, la masacre a garrotazos por parte de la policía de
200 argelinos en pleno centro de París en 1961. El presidente Hollande sale de
su sopor y grita que esto es una declaración de guerra por parte de ISIS;
suponemos que los bombardeos que Hollande lleva realizando en Siria hace un año
han sido una declaración de buenas intenciones. Curiosamente, ISIS hoy no sería
nada de no ser por el respaldo militar de Francia, Reino Unido y EEUU a
fundamentalistas en Siria y en otras partes del Medio Oriente.
Tal cual en Enero, después de los atentados a las oficinas
de Charlie Hebdo, se alza el espectro aterrador del musulmán
fanático, que detrás de su apariencia benevolente oculta un terrorista en
potencia. El terror macro-político, de los bombardeos y las declaraciones de
las coaliciones internacionales, se entromete en el espacio de lo
micro-político. El terror sale de la cobertura noticiosa y sienta pie firme en
el barrio. Ese barrio que, no sabemos cómo, dejó de ser patrimonio de los
blancos y hoy es compartido con las “razas inferiores”, árabes, negros, gente
con costumbres raras, con lenguas inentendibles (¿qué estarán diciendo de
nosotros a nuestras espaldas?), que no se asimilan a “nuestras” costumbres
superiores. Se duda del vecino barbado con túnica. El miedo difuso y
omnipresente del colonizador hacia el otro, encuentra una materialización
concreta en el árabe y en el musulmán. Hay que expulsarlos, hay que
requisarlos, hay que marcarlos, hay que evitar que sigan entrando refugiados.
Los medios dan rienda suelta a la imagen fantasiosa que Europa tiene de sí
misma, sin ningún asomo de vergüenza: esa “puerta abierta” hacia los refugiados
tiene que cambiar; no podemos seguir siendo tan “tolerantes”. Estas cosas nos
pasan por ser tan buenos, piensan entonces los europeos.
Y luego de ese acto de auto-complacencia, se pasa al estado
de agresividad: si hemos sido buenos ahora tenemos que ser más duros,
bombardear más, ojalá enviar tropas, hundir sus botes e impedir que ingresen a
nuestro territorio buscando refugio (en teoría, el refugio no es caridad sino
una obligación de todos los países miembros de la ONU). La ideología de la
contención que se ha incrustado en el bloque dominante -contener a sus
refugiados, contener a sus masas desempleadas, contener a sus enfermedades-,
versión caricaturesca de las doctrinas contra-insurgentes, aplicadas ahora a
escala global, contagia a toda la ciudadanía: todos comienzan a sufrir de esa
ansiedad, de ese miedo patológico al otro que denunciaba Fanon en “Los
Condenados de la Tierra”. Ese otro bárbaro que espera destruir las puertas
de Roma, beber nuestro vino, violar nuestras mujeres, acostarse en nuestra
cama… reemplazarnos. Todos tenemos que cerrar filas y entregarnos en
medio de la borrachera patriotera al apoyo irrestricto a las nuevas aventuras
militares… es decir, echar fuego al petróleo. ¡Ay de quién no se cuadre con el
discurso dominante! Ellos son los traidores, los apologistas del terrorismo.
Como dijera Marx, cuando los de arriba tocan el violín, los de abajo no pueden
sino ponerse a bailar.
Siendo claros, Europa nunca ha sido un buen vecino, ni en el
Mediterráneo ni en sus propios barrios europeos. Nunca ha existido una puerta
abierta para los refugiados (y sí muchos campos de concentración, operativos
militares para interceptar y hundir sus botes, cercas alambradas y
electrificadas para que no pasen); nunca se ha pensado en otra cosa que
adelantar intereses geoestratégicos muy particulares y propios en todas sus
aventuras militares en el Oriente Medio y en África; ni nunca han sido tan
tolerantes. La historia de Europa está marcada, como la de pocos lugares en el
mundo, por la persecución al otro. Hubo una época, a fines del siglo XIX, en
que los refugiados (en su mayoría rusos, muchos de ellos judíos, todos de
izquierda), también eran vistos con sospecha, perseguidos y apresados en las
capitales europeas. La imagen del judío-bolchevique que amenaza nuestras
instituciones comenzó a cristalizarse en base a ese odio ancestral hacia las
otras religiones por parte del cristianismo europeo en todas sus vertientes.
Sabemos cómo terminó esa historia. De lo que muchos no se dan cuenta, es que, a
diferencia de la auto-proclamada tolerancia hacia los “musulmanes”, este grupo
ha sido objeto de una particular estigmatización que no se veía desde la época
de la persecución a los judíos en la década de 1930. De hecho, son el único
grupo religioso en cuya contra se han redactado leyes específicas en Europa,
como la ley contra los minaretes en Suiza y las leyes contra el velo en Francia
o Bélgica. La ultra-derecha española también apela a su odio centenario, que
arrastran desde la llamada “re-conquista”, y Francia reafirma en Notre
Dame su carácter católico (Jacques Hébert se debe estar revolcando en
su tumba).
¿Cuál es el impacto que esto tiene entre los vecinos? Una
clarividente película francesa, llamada “La Haine”, el odio, lo
presagiaba hace dos décadas. La Europa que alguna vez se jactó de haber creado
una sociedad democrática y pluralista sobre las cenizas de la Segunda Guerra
Mundial, hoy se hunde entre las crisis múltiples, un creciente fanatismo
religioso (en todos los credos), el auge de la intolerancia y de la xenofobia.
En este ambiente, no prosperan sentimientos altruistas ni humanitarios, ni
democráticos, sino que bajo este alero, al ritmo de los tambores de la guerra,
se desarrolla el espectro de los nuevos autoritarismos que han encontrado
creciente aceptación en quienes votan más y más por la ultra-derecha. Europa y
el Medio Oriente se moldean mutuamente, más de lo que se creyera a simple
vista. Las ansiedades anticipan y manufacturan realidades. Hay resistencias,
desde luego, y la revolución que implementan los kurdos en el corazón de Medio
Oriente es una buena señal que no todo está perdido. Pero Europa está siendo
consumida por el miedo, el odio, la ansiedad, el instinto de superioridad
imperial. Por lo pronto, veremos llamados a responder de manera enérgica, a
profundizar exactamente la misma política intervencionista que ha producido el
descalabro en el Medio Oriente. Política que, en última instancia, es
responsable de la enorme tragedia humana que está ocurriendo en las calles de
Damasco y de París. Ellos se llevan las ganancias de la guerra, mientras la
gente común y corriente (en Siria, en Francia, en Turquía, en Kurdistán, donde
sea) es la que pone los muertos. Ellos tocan el violín, y nosotros bailamos.
La.Haine (ES) from Midori Cine on Vimeo.
Por José Antonio Gutiérrez D., la pluma.net
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