La Comisión de Mesopotamia en 1921, incluyendo Gertrude Bell (segundo dpor la izquierda, segunda fila), TE Lawrence (cuarto por la derecha, segunda fila) y Winston Churchill (centro fila delantera). Foto: BBC: The 1920s British air bombing campaign in Iraq |
No siempre han hecho faltas excusas o pretextos para
intervenir en Oriente Medio. La historia reciente de la zona es el relato de la
influencia occidental en la región. Una zona tejida con fronteras de escuadra y
cartabón por acuerdos coloniales que no tuvieron en cuenta la lengua, la
cultura y el conglomerado de tribus y clanes que habitaban la zona desde
tiempos inmemoriales. La denominación de medio oriente es ya un símbolo de la
visión etnocentrista europea.
Cuando los británicos fundaron Irak
Entre 1914 y 1921
Gran Bretaña -actuando por sí y no como imperio subrogante- invadió Bagdad,
Basra y Mosul, y echó las bases políticas de lo que hoy es Irak. El eco de
aquella cruenta guerra y sus consecuencias ulteriores resuena ahora, ante las
amenazas de una invasión estadounidense. Hoy como entonces, los intereses de la
potencia atacante son igualmente ajenos a las necesidades de los iraquíes y las
esperanzas de las fuerzas democráticas en aquel país. Organizar el futuro de
Irak podría ser una tarea complicada para Estados Unidos.
En Bagdad, un régimen autoritario, apoyado sobre las fuerzas
armadas, domina con rigor el país y representa una amenaza estratégica para la
principal potencia occidental que opera en la región. Se lanzó una expedición
militar, y al culminar una campaña más difícil y más costosa de lo previsto,
fue tomada Bagdad y se instauró un nuevo orden político bajo el control militar
y político de Occidente. Pero en el momento mismo en que parecía que el futuro
de Irak se estaba escribiendo en el extranjero, estalló una revuelta entre los
oficiales del ejército, en las calles de Bagdad y en todas las regiones chiítas
del Centro y del Sur. Y toda la empresa pareció al borde del fracaso.
La sublevación fue finalmente aplastada, pero a un costo tal
que tanto el ejército de ocupación como sus responsables en Londres revisarían
radicalmente sus ideas. En lugar de la visión grandiosa de los comienzos de la
ocupación, comienza a tomar forma un proyecto más modesto y menos costoso: por
una parte, reconocer la jerarquía socio-política existente en Irak y por otra,
devolver el Estado a las elites del antiguo régimen, bajo vigilancia
occidental.
Este relato no es una anticipación de los próximos doce
meses. Es la estricta narración de los acontecimientos que se desarrollaron
hace más de ochenta años, cuando Gran Bretaña, tras conquistar las tres
provincias otomanas de Basra, Bagdad y Mosul, hizo de ellas un nuevo Estado:
Irak. Si existen en esta narración ecos del presente y de un futuro posible, no
es tanto la consecuencia de alguna esencia irreductible de la historia iraquí
como de la lógica del poder imperial. En caso de que estalle la guerra, Estados
Unidos podría tener que elegir entre las mismas opciones que enfrentaron los
británicos entre 1914 y 1921. Conviene reflexionar sobre estas opciones para
deducir eventualmente una lógica común entre dos intentos de “reconstrucción
del Estado” por dos potencias imperiales. Esto podrá ayudar a comprender lo que
será un nuevo Irak bajo la ocupación estadounidense.
Cuando los británicos invadieron la Mesopotamia, en 1914, no
tenían la intención de crear allí un Estado. Su preocupación inmediata era
proteger sus posiciones en el Golfo. Sin embargo, el éxito de sus operaciones
militares les inspira ambiciones mayores, de manera que a partir de 1918 su
ocupación se extiende sobre los territorios que actualmente forman Irak. Se
establece en todas partes una administración que sigue el modelo de las Indias
británicas, donde muchos de estos oficiales y funcionarios habían hecho
carrera. Esto conformará una combinación de administración directa e indirecta.
Todo se gestiona desde los ministerios de Bagdad, cuyo
personal es íntegramente británico, pero en el interior del país los oficiales
políticos cuentan con los dirigentes locales para mantener el orden y recaudar
los ingresos. Quedan excluidas de este arreglo las elites administrativas y
militares del antiguo régimen otomano, con mayoría de árabes sunnitas o turcos
“arabizados”. Comienza a emerger una forma característica del imperialismo
británico, centrada en Bagdad pero que penetra paulatinamente en todos los
estratos de la sociedad, dando la impresión de consolidar los intereses
británicos.
Sin embargo, con el fin de la guerra en 1918, se elevan por
todas partes en el aparato del Estado británico voces que cuestionan la
definición misma de esos intereses. Mientras que unos se aferran a un
imperialismo puro y duro, otros estiman que el recurso a “micro-tecnologías del
poder”, destinadas a hacer entrar a una sociedad “atrasada”en el molde del
nuevo orden administrativo, forma parte integrante de la misión imperial de
Londres. Una visión influenciada simultáneamente por dudas en cuanto a la
moralidad de este proyecto imperial y consideraciones prácticas sobre recursos
y obligaciones, preconiza un compromiso menor. Gran Bretaña, según este punto
de vista, sólo tiene dos exigencias fundamentales respecto de un gobierno en la
Mesopotamia, cualquiera sea: que sea competente y que respete las necesidades
estratégicas británicas. Predomina este último punto de vista, que es el que
lleva a la creación del Estado de Irak.
Los acontecimientos en el mismo Irak, tanto como la
evolución en Inglaterra y en el resto del mundo, son los determinantes de esta
conclusión. En 1920, el nuevo principio de autodeterminación de los pueblos da
nacimiento a los “mandatos” acordados por la Sociedad de las Naciones: los
territorios tomados a los imperios centrales desmembrados debían ser conducidos
fluidamente a la independencia por uno u otro de los aliados victoriosos. Es
una fórmula que defienden miembros del gobierno británico preocupados por
preservar la influencia de su país en el mundo, pero al menor costo, tanto
militar como financiero. Esta solución parece ideal, dada la volatilidad de la
opinión inglesa en 1919-1920 en lo que concierne a la orientación de los gastos
públicos, y también a las inquietudes gubernamentales sobre los costos del
Imperio.
Costos y consecuencias
Muchos iraquíes son hostiles al “mandato”, en el que sólo
ven una cobertura para el imperialismo británico. En cambio, buen número de
empleados británicos del Imperio ven en ello una grave abdicación de
responsabilidades2.
La confrontación entre estos dos puntos de vista conducirá a la revuelta iraquí
de 1920. Encendida en Bagdad por manifestaciones masivas –donde se mezclaban
sunnitas y chiítas– y por maniobras de antiguos oficiales otomanos disgustados,
gana en poderío cuando se extiende al Medio y Bajo Eufrates, regiones
mayoritariamente chiítas. Los guerreros bien armados de las tribus, enfurecidos
por las injerencias del gobierno central y hostiles al reinado de los
“infieles”, asumen el control de todo el sur del país. Los británicos
necesitarán varios meses para sofocar la revuelta y restablecer la autoridad de
Bagdad, al costo de millares de muertos, británicos, iraquíes e indios.
Esta revuelta de 1920 tendrá dos consecuencias decisivas. En
lo sucesivo, los británicos se convencerán de que la pretensión de gobernar
Irak directamente les costará demasiado caro, y de que la prioridad será poner
en pie un gobierno local pleno y completo, con un ejército y todos los
servicios administrativos. Ahora bien, es casi inevitable que al buscar
dirigentes para el nuevo Estado, los británicos los encuentren entre las elites
administrativas y militares del Imperio Otomano, despreciadas en el transcurso
de la guerra. En ellas hay hombres expertos en la gestión de un Estado moderno
y dotados de un sentido de la realidad que les permite apreciar el justo valor
del rol de Gran Bretaña en su acceso al poder, al igual que en la afirmación de
la identidad iraquí en la región. Por el contrario, los líderes de la mayoría
chiíta y de la importante minoría kurda son percibidos como rebeldes en
potencia y demasiado supeditados a tradiciones tribales y religiosas como para
poder dirigir un Estado moderno.
Estas consideraciones son las que van a guiar la política de
Londres. El emir Faisal, hijo del príncipe Hussein de La Meca que condujo la
revuelta árabe contra el Imperio Otomano durante la Primera Guerra Mundial,
ocupará el trono, apoyado principalmente por los antiguos funcionarios y
oficiales otomanos, sunnitas árabes en su gran mayoría. Estos reemplazarán a
los funcionarios británicos en la administración, y aquéllos formarán el núcleo
del nuevo cuerpo de oficiales. Desde luego, la influencia británica se perpetúa
gracias a consejeros en los ministerios, a dos importantes bases de la Real
Fuerza Aérea y a otros múltiples vínculos que continuaron manteniendo “el
imperio informal” de Su Majestad, aún después de la independencia otorgada a
Irak en 1932.
Tratándose de salvaguardar los intereses estratégicos de
Gran Bretaña, los defensores de una aproximación minimalista o indirecta a Irak
parecían haber tenido razón. Pero habían asentado también las bases de una
forma especial de Estado particular, que llevará el sello de la nueva clase
dirigente, autoritaria e imbuida de prejuicios respecto de las diversas
comunidades que componen la mayoría de la población.
Opciones de Washington
Este retorno sobre la historia es pertinente, dado que el
régimen del presidente Saddam Hussein es heredero directo de estas estructuras
de gobierno. Y si Estados Unidos busca organizar el futuro de Irak, estará
expuesto a la misma tentación que los británicos en 1920. Después de la
invasión y el derrocamiento militar del régimen, tendría que tomar una
decisión. Podría intentar provocar cambios fundamentales en el modo de gobierno
y dedicar el tiempo y los recursos necesarios para eso. O bien podría poner en
funcionamiento una administración capaz de satisfacer sus principales deseos
–referidos a los intereses estratégicos estadounidenses y al mantenimiento del
orden– y de esta manera permitiría la retirada rápida de sus fuerzas. Esto
llevaría a sancionar tanto las estructuras de poder existentes como la
trayectoria histórica que dio nacimiento al régimen actual.
Es posible que, confrontada por la probable resistencia
iraquí a un proyecto de “reconstrucción del Estado” y ante el temor por las
vidas de sus soldados, la administración del presidente George W. Bush
–impulsada por el electorado estadounidense– optaría por desentenderse de los
asuntos internos del país. Esta opción entraría en contradicción con
declaraciones recientes, realizadas en Washington, que afirman que Estados
Unidos tiene como misión transformar a Irak en “faro de la democracia” en el
Medio Oriente. Esto provocaría también la desesperación entre los iraquíes que
ven en Washington la principal oportunidad para un cambio político radical. Sin
embargo, al igual que para Gran Bretaña hace 80 años, para Estados Unidos sin
duda son los costos y las ventajas a corto plazo lo que más pesará en las
decisiones, en detrimento de las ventajas más lejanas de una transformación
fundamental de la sociedad iraquí.
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