Del libro
“La monarquía inútil” (editorial Rambla).
Enrique de Diego.- La plaga
depredadora de la clase política ha generado en la casta parasitaria actual, en
el que los políticos se han constituido en grupo cerrado que se autoregenera.
Los puestos se heredan de padres a hijos, e incluso de abuelos a nietos, como
el caso llamativo, pero no excepcional, del ex senador por Alicante, Miguel
Barceló, quien dimitió a mediados de la pasada legislatura, siendo sustituido
por el suplente de la lista, que precisamente era su nieto. Con los paradigmas
de Bibiana Aído, hija del alcalde socialista de Alcalá de los Gazules, y de
Leire Pajín, hija del secretario general del PSOE de Benidorm, he descrito y
denunciado ese proceso de degeneración estamental y tardomedieval en mi libro
Casta parasitaria, la transición como desastre nacional; a él me remito.
A través del sistema autonómico,
de las diputaciones y de los ayuntamientos hay, por toda España, familias
enteras instaladas en el Presupuesto, de manera no sólo tan escandalosa que ha
dejado de llamar la atención, también insostenible. La peculiaridad de la
crisis económica española es esa casta parasitaria que pesa como una losa sobre
la economía y los contribuyentes.
La creación de la plaga de la
clase política y su ulterior degeneración en casta parasitaria no es una perversión
respecto al proceso de la transición, sino la culminación, sin más aditamento
que el paso del tiempo, de la transición misma. Las causas producen efectos a
corto, medio y largo plazo. El efecto de la casta parasitaria tiene su origen y
su causa en la transición misma. No es ni tan siquiera su efecto perverso, sino
su desarrollo lógico y coherente.
La cuestión a dilucidar es si a
Juan Carlos le ha cabido alguna responsabilidad en esa degeneración. Y la
respuesta indubitable y clara es: toda. El monarca es, en propiedad, la cabeza
de la casta parasitaria. La real estabilidad que asegura es la de esa casta,
como nueva aristocracia onerosa, y su progresiva expansión.
Lo que se denomina como el pacto
de la transición, que da lugar al llamado consenso de la Constitución de 1978,
es el acuerdo de todos los partidos políticos –veremos con cuánto ahínco se
buscó la complicidad de los nacionalistas y como eso estableció la cesión como
la forma habitual de relación con ellos- en no cuestionar la monarquía, en asegurar
el puesto de trabajo (vitalicio y hereditario) de Juan Carlos y la familia
Borbón. El denominado pacto constitucional puede resumirse en la evitación del
referéndum monarquía o república.
En el interesante libro Lo que el
rey me ha pedido, Torcuato Fernández-Miranda y la reforma política(Editorial
Plaza y Janés), de Pilar y Alfonso Fernández-Miranda, al que glosaré y me
referiré por extenso, se indica que “aceptar la ruptura suponía abrir la
dialéctica entre monarquía y república y, en la medida en que la mayoría de la
oposición se manifestaba como republicana, abrir un imposible plebiscito sobre
la forma monárquica o republicana de la Jefatura del Estado. Imposible porque
la mera aceptación del plebiscito llevaba implícita la voluntad de destruir la
Corona, ya que la Monarquía o se acepta como instrumento histórico y funcional
de pacificación e integración política o no se acepta. En la historia, siempre
que la Corona se ha sometido a plebiscito ha sido con la intención de
destruirla, jamás de potenciarla”. Y también se destaca que se trató de un
proceso para dotar de legitimidad a una monarquía que, cuanto menos, dudaba de
ella, puesto que carecía, por de pronto, de la estrictamente dinástica. “La
continuidad consistía en partir de la necesidad de asumir la legalidad, de
aceptar la idea de un Rey a la búsqueda de legitimidad, que desde luego no se
la iba a dar la historia, ni el entorno legitimista, ni los sueños de
nadie…porque sólo se la podía dar el pueblo. Y se la dio al aprobar la
Constitución”.
Es decir, toda la transición
pivota sobre la monarquía, que no ha de ser cuestionada y ha de ser, al tiempo,
legitimada. No pretendo, como es tan habitual en España, hacer política
ficción. Los hechos son como sucedieron. Se trata, simplemente, de analizarlos.
Ocioso resulta dar vueltas a si hubiera sido mejor o peor la ruptura, puesto
que nunca existió, como tampoco el inmovilismo, pues además era imposible,
muerto el dictador. No se trata de elucubrar sobre qué hubiera sucedido de
celebrarse un referéndum sobre el modelo de Jefatura de Estado, pues no tuvo
lugar, ni tan siquiera formó parte del debate real.
De hecho, la búsqueda de esa
aceptación de la monarquía es anterior al inicio de la transición, propiamente
dicha, si situamos ese proceso político después del óbito de Franco y en la
elección de Adolfo Suárez, tras la terna del Consejo del Reino, como presidente
del Gobierno, a continuación el interregno de Carlos Arias Navarro.
En el verano de 1974 –un año
antes, pues, de la muerte del dictador-, Juan Carlos, jefe de Estado en
funciones, por la primera enfermedad de Franco, envía dos emisarios suyos a
París para entrevistarse con Santiago Carrillo y sondearle sobre su actitud
hacia la continuidad de la forma monárquica. La reunión tuvo lugar en el restaurante
Le Vert Galant, cerca de la catedral de Nôtre Dame, y los emisarios fueron José
Mario Armero, presidente de la agencia Europa Press, y Nicolás Franco Pascual
de Pobil, sobrino carnal del Generalísimo.
A los pocos meses de acceder a la
Jefatura del Estado, Juan Carlos, envió a su mano derecha, el condenado por
corrupción, Manuel Prado y Colón de Carvajal a Bucarest. Se usó la vía del
tirano Ceaucescu para hacerle llegar el mensaje a Carrillo, sobre quien el
rumano tenía notable influencia, la del protector y financiador. Se le
transmitió, de parte de Juan Carlos, que debía tener paciencia. La reforma se
iniciaría de inmediato, pero cualquier desestabilización sería perjudicial para
todos, porque al Partido Comunista se le legalizaría una vez instaurada la
democracia. Carrillo contestó que los comunistas debían ser legalizados a la
vez que todos y concurrir, por tanto, a las primeras elecciones. A finales de
febrero de 1977, el aventurero osado que es Adolfo Suárez se entrevista, a
iniciativa propia, en secreto, con Santiago Carrillo, en la casa de José Mario
Armeo en Aravaca. Según reseña Jesús Palacios, “a lo largo de seis horas, cena
incluida, hablan de política con mayúscula. Se van a convocar elecciones, las
primeras democráticas después de cuarenta y un años. Suárez puede conseguir que
el Partido Comunista participe en el proceso electoral. El momento oportuno
para legalizar el partido lo escogerá él. A cambio, el PCE tiene que declarar
públicamente que acepta la monarquía, la unidad de España y la bandera.
Carrillo dice que sí”.
El compulsivo interés en arrancar
a los comunistas la aceptación de la monarquía resulta lógico porque, durante
el franquismo y especialmente en los últimos años de la dictadura, el PCE es el
único que ha demostrado cierta capacidad de movilización, agitación y de poseer
estructura.
La negociación con el partido
socialista para dejar fuera del debate la monarquía, como el elemento clave de
la transición, tiene la misma connotación secreta –la transición es un pacto de
cúpulas, y muy escasamente societario, puede decirse que su condición es la
anemia de la sociedad civil- y añade dosis de elevada hipocresía.
Escribe Manuel Soriano que “para
el rey, lógicamente, el tema principal era definir a España como una Monarquía
parlamentaria, y había que convencer de ello a la izquierda, históricamente
republicana. Ese trascendental asunto había quedado básicamente zanjado dos
años antes en la entrevista secreta que celebraron Adolfo Suárez y Felipe
González, el 10 de agosto de 1976, en casa de Fernando Abril Martorell, el
ministro de Agricultura que ya era la mano derecha del presidente”. El contexto
estriba en que Suárez llevaba un mes de presidente del Gobierno y González se
sentía amenazado por el posible pacto desde las alturas con los comunistas. “En
aquella reunión de la calle Padre Damián, Felipe González se mostró dispuesto,
por primera vez, a reconocer la Monarquía. A cambio hubo ciertos compromisos de
apoyo al PSOE, en detrimento del PCE”. El caso es que “aquel compromiso inicial
de Felipe González con Suárez quedó en secreto y sin formalizar.
De esa manera, se garantizaba la
unidad del PSOE, cuyas bases y dirigentes eran republicanos, y el
reconocimiento de la Corona serviría como baza de negociaciones futuras para
obtener contrapartidas”. Tras la reunión que los socialistas mantuvieron en el
parador de Sigüenza para preparar sus propuestas de cara a la Constitución,
anunciaron que defenderían la República como forma política del Estado. Aquello
produjo un pequeño terremoto, porque no era conocido el pacto secreto. “Cuando
se entendió que se trataba de una actitud más testimonial y negociadora que
otra cosa, la preocupación fue desapareciendo”.
“La Comisión Ejecutiva socialista
decidió que el voto republicano se mantuviera hasta el debate en la Comisión de
Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas del Congreso de los Diputados
para que lo defendiera Luis Gómez Llorente en sesión con prensa y se llegara
hasta la votación. El PSOE quiso aparentar que no abjuraba de su ideología republicana
sino que era derrotado ante una mayoría constituida por UCD, AP y los
nacionalistas.
Después de explicar la tradición
republicana del PSOE, nacida a partir de que Alfonso XIII le dio la espalda,
Gómez Llorente dijo; ‘finalmente, señoras y señores diputados, una afirmación
que es un serio compromiso. Nosotros aceptaremos como válido lo que resulte en
este punto del parlamento constituyente. No vamos a cuestionar el conjunto de
la Constitución por esto. Acatamos democráticamente la ley de la mayoría. Si
democráticamente se establece la Monarquía, en tanto sea constitucional, nos
consideramos compatibles con ella’”. La argumentación es, intelectualmente, una
patraña, al situar el republicanismo socialista como mera cuestión de matiz; al
margen de la pequeña falsificación histórica originaria.
He reproducido las condiciones
que, según Jesús Palacios, se le pusieron a Santiago Carrillo para su
legalización y he incluido la unidad de España, aunque me temo que debió de
tener una prioridad más bien baja, al margen de que la tradición comunista no
era, propiamente, secesionista. Juan Carlos demostró, desde muy pronto, que
asegurar su puesto de trabajo estaba muy por encima de la unidad nacional, y
que ésta bien podía supeditarse a aquella. Resulta bochornoso recordar que, en
el afán de sumar apoyos explícitos o tácitos al monarquismo vitalicio y
hereditario, Zarzuela impulsó una enmienda para situar a Vascongadas fuera de
la unidad de España mediante un mero vínculo o pacto con la Corona.
Lo cuenta Manuel Soriano: “todos
los senadores reales, sin excepción, de común acuerdo elaboraron una enmienda
para reconocer, de otra forma a como había llegado al Congreso, los derechos
forales del País Vasco”. Los senadores de directa designación real eran los
herederos de los ‘cuarenta de Ayete’, procuradores nombrados por Franco.
Continúa Soriano indicando que “estuvieron de acuerdo hasta los senadores
militares (los generales Díez Alegría y Salas, entre otros), siempre más
reticentes a reconocer diferenciaciones territoriales. Hablaron varias veces
con Sabino sobre esta enmienda y el secretario general estuvo de acuerdo con
ella. Los senadores reales querían tener el apoyo del Partido Nacionalista
Vasco”. Los senadores de ese partido independentista también dieron su apoyo a
la enmienda, “pero la iniciativa de los senadores reales no prosperó porque el
vicepresidente del Gobierno, Fernando Abril, se opuso con toda firmeza.
Defendió el principio de la soberanía popular radicada en las cámaras y no
admitió que se fragmentara en virtud de un pacto entre la Corona y los vascos,
que había sido la vieja fórmula foral, superada por el parlamentarismo
moderno”. En suma, que Zarzuela no sólo dio el visto bueno, sino que
propiamente impulsó el separatismo más descarnado, porque el pacto con la
Corona no era otra cosa que la independencia de Vascongadas.
Otro momento estelar, y bastante
bochornoso, de la transición es la redacción del artículo 2 de la Constitución,
con la inclusión del término ‘nacionalidades’, como caballo de Troya disolvente.
Jesús Palacios narra el irresponsable jolgorio con el que fue recibido por el
monarca.
“Uno de los escollos –escribe-
más arduos de salvar ha sido la redacción del artículo 2. Definir qué es
España. La ponencia ha estado bastante tiempo atascada porque no se ponen de
acuerdo. Fraga se niega de todas a que figure el concepto ‘nacionalidades’. Por
muchos subterfugios y sofismas con que se quiera adornar, nacionalidad es
correlativa a nación. Se pretende definir a España como una nación de naciones.
Se mire como se mire. Hasta que un día salta la chispa. Los derechos de autor
son de Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón. Don Juan Carlos muestra su alborozo
porque el presidente ha dado con el desatascador. Y lo comenta por los
despachos de palacio.
“-¡Ya está! Suárez ha encontrado
la fórmula que va a despejar el camino del artículo 2. Ésta es la propuesta.
Escuchad: ‘La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación
española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y
garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la
integran y la solidaridad entre todas ellas’.
“- Señor –le comentan en el
despacho de ayudantes-, el artículo está muy bien redactado, pero reconocer la
existencia de nacionalidades dentro de España puede despertar ansias
separatistas y poner en riesgo en el futuro la unidad nacional.
“-Sí, puede ser, aunque no lo
creo. Ya veremos si es que se presenta el caso. Lo importante ahora es seguir
adelante, porque no podemos estar quietos y parados. Además, la Corona siempre
será el símbolo de la integración y de la unidad de los españoles”.
La ambientación muestra el clima
de frivolidad e improvisación con el que se afrontó la transición, incluso en
los aspectos más fundamentales y decisivos. El término nacionalidades no ha
hecho otra cosa que crear dificultades. Propiamente, carecía de justificación
política, puesto que en las Cortes de 1977, los nacionalistas no eran
determinantes y, por tanto, estamos ante una concesión graciosa. Ante una
estricta cesión, en la que pudo pesar la presión del matonerismo nacionalista,
al que se dio nuevas alas con la absurda Ley de Amnistía.
Con ese dinamismo porque sí
–vamos muy rápido hacia no se sabe dónde, que decían los de mayo de 1968- se
pone en marcha el atolladero autonómico, en una absurda ambientación de
descolonización. El artículo es una auténtica empanada retórica, y una
contradicción completa: una nación indivisible y una patria común no contiene
en su seno nacionalidades, tampoco tal cosa como el ‘derecho’ a la autonomía,
propio, ya digo, de procesos de descolonización, y en la antesala del falso
derecho colectivo, nítidamente totalitario, del ‘derecho a la
autodeterminación’.
Si damos por buenas las palabras
que se ponen en boca del monarca, su frívolo aventurerismo va parejo a su
ignorancia supina: la unidad nacional no emana de la corona, sino, en último
término, la corona de la unidad nacional; hay Constitución, y monarquía, porque
hay nación preexistente. España existió en la I y la II República, exactamente
igual que con Alfonso XII o con Alfonso XIII. España tiene más de un milenio
largo de existencia como unidad política. Según el gran arzobispo de Toledo,
don Rodrigo Ximénez de Rada, responsable de la logística de la gran epopeya de
Las Navas de Tolosa, es obra de los visigodos, consolidada por Leovigildo y
Recaredo. En la transición, la prioridad fue la monarquía y no la unidad
nacional, y a la consolidación de aquella se sacrificó ésta. La prueba
indeleble es el artículo 2 de la Constitución.
He hecho referencia al libro Lo
que el rey me ha pedido, reivindicativo de la figura de Torcuato
Fernández-Miranda, escrito por su hija y un sobrino. Reivindicación justificada
por el ninguneo que Torcuato sufrió a manos de Adolfo Suárez, para “afianzarse
matando al padre”.
El distanciamiento entre ambos
tuvo, según los autores, otras dos razones políticas: “en materia de
descentralización territorial del poder, Torcuato Fernández-Miranda era
radicalmente contrario al ‘café para todos’ y sostenía que había que dar
solución política a los problemas históricos reales y que era una imprudencia
sin sentido diluir el problema facilitando el nacimiento de peculiaridades
históricamente irreales. Era, en suma, partidario del reconocimiento de hechos
diferenciales reales y contrarios a la fabricación política de hechos
diferenciales. La segunda discrepancia política estaba referida al sistema de
partidos. Torcuato Fernández-Miranda veía a Suárez integrando y liderando la
derecha mientras Felipe González lideraba e integraba la izquierda. Suárez se
veía a sí mismo ‘segando la hierba a los socialistas debajo de los pies’ y
haciendo una política ‘progresista’ y de ‘centroizquierda’. ¿Quién tenía razón?
Ése es un juicio que no nos corresponde. Quede para la historia y para los
historiadores”.
La pugna por el padrinazgo del
‘éxito’ de la transición ‘pacífica’ –surcada de asesinatos políticos a manos
del matonerismo nacionalista- me parece un desafuero y una ambición ingenua,
porque no estamos ante un éxito sino ante un auténtico desastre nacional.
Estoy bien dispuesto a reconocer,
con los autores del mencionado libro, la finura estratégica de los primeros
compases, en cuanto al paso del régimen dictatorial a la democracia, la reforma
“de la ley a la ley”, diseñada por Torcuato Fernández-Miranda. Su plan de
desmantelamiento del franquismo, la fase que llega hasta la Ley de Reforma
Política, que se debe a él y que defendió Fernando Suárez, funciona
milimétricamente, a la perfección.
Tuvo un aspecto curioso de
escrúpulos morales por parte de Juan Carlos, en cuanto tenía la prevención de
no faltar a su juramento del Principios Fundamentales del Movimiento. En ese
aspecto, Torcuato ejerció las funciones de una especie de director espiritual
laico o político, porque le hizo entender al monarca que tal juramento incluía
el artículo 10 de la Ley de Sucesión, en el que marcaba el mecanismo de
reforma, que incluía el, aparentemente, difícil trámite de obtener los 2/3 de
los votos de las Cortes franquistas. En esta cuestión concreta de conciencia,
se trata de una estricta reserva mental, pues resulta obvio que el mecanismo de
reforma no estaba previsto para cuestiones como la legalización del partido
comunista. Tampoco es preciso darle demasiadas vueltas a la cuestión, pues el
juramento en sí era estrictamente condicionado y en situación de necesidad,
como mal menor.
No se trataba, en el fondo, de
una cuestión de conciencia, sino de un elemento político clave. Torcuato supo
ver bien que la única legitimidad de partida de Juan Carlos era la franquista y
muy específicamente la devenida del contundente testamento político del
autócrata: “Os pido que perseveréis en la unidad y en la paz y que rodeéis al
futuro rey de España, don Juan Carlos de Borbón, del mismo afecto y lealtad que
a mí me habéis brindado y le prestéis, en todo momento, el mismo apoyo de
colaboración que de vosotros he tenido”. Esa voluntad testamentaria
legitimadora era de singular relevancia para las Fuerzas Armadas. Puede decirse
que el flujo de legitimidad entre el Ejército y Juan Carlos era interactivo, de
doble dirección. Los familiares reivindicadores de la memoria de Torcuato lo
explicitan bien: “el Rey sabía que la fidelidad a su juramento (que aparte de
consideraciones morales había de propiciarle la lealtad de la mayoría de las
fuerzas del Estado y singularmente de las Fuerzas Armadas) le exigía respetar
el cauce formal que pasaba necesariamente por las Cortes. Por eso lo lúcido no
era combatirlas, sino controlarlas y atraerlas”.
De hecho, el Ejército era el
principal lobbycon el que contaba a su favor el monarca, enormemente disuasorio
respecto a cualquier veleidad de ruptura. Me parece que esa opción no fue
viable, ni posible, en ningún momento. Cuando parte del lobbymilitar actuó de
manera coactiva el 23 de febrero de 1981 lo hizo a favor del monarca, como
veremos en el siguiente capítulo. Conviene tener en cuenta que “el Rey heredó
de Franco la Jefatura del Estado, pero no su poder, ni el jurídico, ni el
político. El jurídico, porque quedaba sujeto a las Leyes Fundamentales,
singularmente a la Ley Orgánica del Estado, y porque no heredaba la potestad de
dictar leyes de prerrogativa. El político, porque carecía del carisma del
caudillo frente a los sectores más integristas y al franquismo militante, que
ocupaban una parte, nada desdeñable, del aparato del Estado”. Juan Carlos no
podía optar a ser una especie de dictador bis.
Torcuato tuvo el doble acierto de
diseñar un plan altamente pragmático y de controlar su propia ambición
situándose en la posición en la que podía mover las fichas para que el plan
fuera ejecutado. De esa forma, eligió presidir las Cortes y el Consejo del
Reino, las dos instituciones por donde debía transitar la reforma.
Torcuato sabía que manejando con
sutileza pero con firmeza los mecanismos del poder, la nueva generación de
franquistas aceptaría de buen grado la senda del pragmatismo. Nunca hubo tal
cosa como un harakiri de las Cortes franquistas, sino una exitosa operación de
supervivencia colectiva. Torcuato tenía claro, desde el principio, que la
operación era posible pues “aquellas Cortes jamás se habían opuesto a ningún
Gobierno. Jamás lo habían controlado, por la sencilla razón de que estaban
controladas por él”.
La pieza clave del engranaje era
el presidente del Gobierno y se eligió a un perfecto representante de esa
generación puente del franquismo que se había quedado sin futuro con la muerte
del dictador.
“Para entonces –se indica en el
libro Lo que el Rey me ha pedido- el Rey y el presidente de las Cortes tenían
algo claro: no querían un presidente protagonista, sino disciplinado. Sobre la
brillantez y el talento primaba la lealtad y la capacidad de ejecución de un
proyecto previo. Tal retrato robot eliminaba a Areilza y a Fraga y abría el
camino a Adolfo Suárez. Y aunque éste le planteaba dudas morales sobre los
límites de su ambición, Torcuato Fernández Miranda lo veía como un hombre
inteligente, con enorme energía política, con gran capacidad de seducción y por
tanto de diálogo, suficientemente comprometido con el régimen como para eludir
las presiones de la extrema derecha; suficientemente joven como para que tal
compromiso fuera relativo y le permitiese abrir un diálogo con la izquierda, y
suficientemente permeable como para aceptar sin reticencia las órdenes de la
Corona. Es decir, un presidente abierto y disponible”. Es decir, un chambelán
de palacio, sin demasiado criterio propio.
La inclusión de Adolfo Suárez en
la terna del Consejo del Reino es una jugada maestra de elaborado maquiavelismo
y donde la figura de Torcuato brilla con su perfil más sinuoso. Desde el
principio, el nombre de Adolfo Suárez es introducido de relleno. Cada uno de
los tres candidatos representa a una familia del régimen: democristianos,
tecnócratas y azules. “La última selección se realizó ya en un clima de
extraordinaria cordialidad y de abierta satisfacción. No existían enemigos:
Fraga y Areilza, los únicos capaces de crispar a la mayoría del Consejo estaban
eliminados. Sólo quedaban adversarios menores para los unos y para los otros.
En gran medida, el resultado
final no se percibía como grave. La continuidad parecía garantizada”. Por parte
de los azules, a la última selección llegan los nombres de Alejandro Rodríguez
de Valcárcel y Adolfo Suárez. No había color en cuanto al peso político, pero
Rodríguez de Valcárcel estaba ya muy enfermo, así que “en estas condiciones
optar por Adolfo Suárez suponía un hermoso brindis al sol, Joven, afecto,
imposible, ¿por qué no?… Acaso algún día este joven ambicioso se encontrara en
situación de agradecer un gesto protocolario…” La terna que salió para Zarzuela
estaba formada por Federico Silva Muñoz, Gregorio López-Bravo y el ‘tapado’.
El perfil de Adolfo Suárez es el
del trepa. En el fondo, el aspecto que ha determinado su elección es
precisamente su falta de atributos, su servilismo. Los Fernández Miranda han
rescatado unas notas de Torcuato sobre una cena de matrimonios, en la que un
adulador Suárez se muestra persistente en convencer a Torcuato de que nadie
mejor que él para la presidencia del Gobierno, en sustitución de Arias Navarro.
Torcuato se quita de encima el zumboneo sugiriendo que hay otros candidatos,
como el propio Suárez. Torcuato espera que éste decline autopostularse, pero se
queda sorprendido cuando su interlocutor se ensimisma, mientras en sus pupilas
no hace otra cosa que crecer su sueño secreto.
La magnificada capacidad de
seducción de Adolfo Suárez se desdibuja en el terreno corto. Su formación
política es escasa, su cortoplacismo compulsivo y su tendencia a la cesión un
instinto. Incluso el único conflicto militar serio lo provocó por su engaño a
la cúpula militar comprometiéndose a no legalizar al partido comunista. Lo que
destaca en Suárez es su aventurerismo. Una cualidad que le hizo muy querido por
Juan Carlos, otra personalidad con tendencias aventureras, aunque en su caso la
irresponsabilidad está consagrada por las leyes.
Aunque en la elección de Suárez
pesa el criterio de Torcuato (contra el de Alfonso Armada), Adolfo Suárez es al
ciento por cien un hombre del monarca y, por tanto, la responsabilidad última
de los aciertos y los fracasos de éste corresponden por completo a Juan Carlos.
Esto mismo no puede predicarse de manera tan directa de los otros presidentes
de la democracia, pero sí del primero. La confirmación última es que la
dimisión de Suárez se produce porque ha perdido la confianza del rey. El
desastre de la transición, con toda esa hagiografía cortesana del rey como
‘motor del cambio’ y ‘piloto’ de la reforma, ha de ser achacado en el debe de
Juan Carlos.
Durante esa fase de la transición
–un proceso tan mal hecho que sigue siendo considerado como inacabado- los
pasos se le consultan de continuo a Zarzuela, que da el visto bueno. No puede hablarse
de despachos, sino de una relación fluida y constante, en la que los
matrimonios Borbón y Suárez almuerzan y cenan muy habitualmente.
Aunque Manuel Soriano, en su
biografía autorizada de Sabino Fernández Campo, abunda en insidias
insustanciales respecto al Opus Dei, o a los políticos franquistas del Opus
Dei, y trata de presentar a Suárez como enfrentado a ellos, o venciendo éste
sus resistencias, eso no se corresponde con la realidad histórica. Adolfo
Suárez, crecido políticamente a la sombra de un miembro del Opus Dei como
Fernando Herrero Tejedor, fue miembro a su vez de esa institución católica
justo hasta el día en que fue elegido presidente del Gobierno.
Algunas fuentes solventes señalan
que el abandono del Opus Dei fue una condición puesta por el monarca. Lo cierto
es que Suárez puso tierra de por medio. La ambición podía por encima de
cualquier consideración, incluso la religiosa. Lo grave es que esa ambición
carecía de sustancialidad y de contenido. Tras los primeros compases diseñados
por Torcuato Fernández Miranda, la transición se convierte en un cúmulo de
improvisaciones, cuyos principales errores están aflorando ahora y cuyas más
onerosas facturas tienen en este momento su fecha de pago.
No puede salvarse, con todo, la
figura de Torcuato Fernández-Miranda del desastroso balance general, salvo en
su maestría como estratega a corto, porque comparte con Juan Carlos y con
Adolfo Suárez una de las decisiones más calamitosas de la transición: la
apuesta por el sistema proporcional con el indubitable objetivo de contentar a
los nacionalistas. Es destacable que esta voluntad de cesión a los separatistas
es previa a la elaboración de la Constitución, es pre constituyente, se
produce, por tanto, en el contexto de las Cortes franquistas, y dentro de la
elaboración y discusión de la Ley de Reforma Política. Estamos, pues, en la
etapa más directamente pilotada por el monarca y sus gentes de directa
confianza.
Se habían establecido remedos de
grupos parlamentarios y el de Alianza Popular defendió el sistema mayoritario.
Merece recordarse la brillantez con la que lo hizo Cruz Martínez Esteruelas.
Buena parte de los males patrios sufridos durante estas décadas, de la
dependencia para la gobernabilidad de los nacionalistas, de las continuas
cesiones, en auténtico big bang expansivo, a las tendencias centrífugas
separatistas, se perpetraron en las Cortes franquistas, con Juan Carlos,
Torcuato Fernández Miranda y Adolfo Suárez como principales responsables.
Gabriel Cisneros, uno de aquellos
franquistas de la generación puente a los que no podía más que beneficiar el
cambio y perjudicar cualquier veleidad inmovilista, me consta que murió muy
arrepentido de su intervención en aquella crucial sesión, pero los hechos son
sagrados, y allí dominó el oportunismo sobre la responsabilidad. Cisneros
expresó con claridad que “España tiene pendiente ante sí el gran debate de las
autonomías regionales. La adopción del sistema mayoritario puede conducir a
arrojar del Congreso la representación de los partidos de ámbito exclusivamente
regional”.
Martínez Esteruelas -desde
Alianza Popular- consiguió que la Ley de Reforma Política estableciera un
porcentaje mínimo de votos para acceder a la representación. Pero ese 3% fijado
fue posteriormente subvertido, en la Ley electoral, al reducirlo al ámbito de
la circunscripción provincial, sustrayéndolo al nacional. La pretensión de
evitar la fragmentación con tal listón naufragó en el ridículo. Tal hipótesis
sólo se ha dado una vez, en la circunscripción de Madrid, y representó la
pérdida al CDS de un escaño.
Pilar y Alfonso Fernández Miranda hacen una inconsistente crítica del sistema
mayoritario y, por ende, una lamentable elegía del proporcional, para las que
afirman utilizar las notas de Torcuato Fernández Mirada. Es, por ello, por lo que
comparte la responsabilidad del desastre nacional de la transición.
Las razones que ofrecen son:
“Primero, es falsa la bondad
‘ontológica’ del bipartidismo. Esto depende del nivel de integración política
de la sociedad y de la existencia de un mínimo de valores comúnmente
compartidos que haga posible la alternancia de gobiernos en el seno del Estado
y no la alternancia de proyectos de Estado”.
Este argumento sugiere una
estricta motivación monárquica. Por lo demás, el bipartidismo del sistema
mayoritario es muy relativo, pues al depender los representantes directamente
del voto de los representados, en sus distritos, no están supeditados a los
dictados de ninguna cupulocracia, como ha sucedido en el nefando sistema
proporcional español, reforzado en sus peores aspectos con las listas cerradas
y bloqueadas, y la financiación de los partidos con cargo al contribuyente.
Además, al tener que obtener el
representante la mayoría absoluta de los votos o una elevada mayoría
minoritaria, ha de tender, por necesidad, tanto a la representación fiel de los
intereses de su circunscripción, como a una conveniente moderación ideológica.
No puede representar a ninguna minoría radicalizada, sino a una clara mayoría.
Eso hizo, por ejemplo, que en
Inglaterra el fascismo siempre fuera testimonial, y no pudiera emerger
parlamentariamente, mientras el sistema proporcional acabó con la República de
Weimar –incapaz de formar gobiernos sólidos, que representaran a la mayoría- y
permitió aflorar al nazismo.
Sorprende el nivel de impericia y
de ignorancia de los timoneles de la transición.
“Segundo, tampoco puede olvidarse
que el sistema mayoritario a dos vueltas puede polarizar las elecciones en la
segunda vuelta, de forma aterradora, en un doble sentido: derecha-izquierda en
el ámbito estatal y nacionalistas-españolistas en el ámbito regional”.
Completamente falso. No es ese el
efecto ni previsible, ni demostrado en la práctica, de la segunda vuelta. Los
candidatos han de moderarse en la segunda vuelta, y no polarizarse, para
conseguir el mayor número de votos; han de tender a la mayoría moderada, pues
en la segunda vuelta nunca gana la minoría radicalizada. Hemos visto como en
Francia, la izquierda votó masivamente, en las elecciones presidenciales de
2002, a Jacques Chirac para impedir el triunfo de Jean Marie Le Pen, que, en la
primera vuelta, había superado en votos al candidato de la izquierda.
“Tercero, España no es Gran
Bretaña, donde las corrientes desintegradoras, nacionalistas o independentistas
están localizadas en zonas de escasa densidad demográfica (Escocia, Gales,
Irlanda del Norte), de suerte que esos votos, concentrados en distritos,
obtienen un número de escaños que ni fragmentan seriamente la Cámara de los
Comunes ni impiden la formación de mayorías estables. Las tensiones
nacionalistas, regionalistas o abiertamente independentistas se sitúan en zonas
de notable densidad demográfica. Los riesgos son los siguientes:
a) el sistema mayoritario puede
acelerar un proceso de desintegración al otorgar escaños a fuerzas localistas
sin ninguna representación sólida en el Estado. El resultado sería un
Parlamento tan fragmentado como ingobernable y no por causa de la
proporcionalidad, sino precisamente por causa de las aceleraciones del sistema
mayoritario en un contexto desintegrador.
b) además podría propiciar una
sobrerrepresentación brutal de los partidos nacionalistas que desplazase a los
partidos españolistas en Cataluña y País Vasco. Este resultado dividiría
dramáticamente a estas sociedades y convertiría a los partidos españolistas en
partidos anti catalanistas y antivasquistas, es decir, en alguna medida
también, en partidos antisistema. El mecanismo electoral sería gravemente
desintegrador.
c) finalmente, podría propiciar
una sobrerrepresentación brutal de los partidos españolistas en el País Vasco y
en Cataluña, convirtiendo a los partidos nacionalistas en partidos antisistema
y haciendo un flaco servicio al proceso de integración política”.
Es fácil detectar que los
apartados b y c son directamente contradictorios, y la reflexión está llena de
groseras manipulaciones. Por de pronto, el concepto de “antisistema” identifica
la democracia de la transición con la democracia en sí. Los partidos
nacionalistas son antisistema, buscan la separación y, por ende, el conflicto y
la destrucción de la unidad nacional. A la impericia y la improvisación, hay
que sumar en los padres de la transición un endeble patriotismo. Además, los
partidos españolistas no serían antivasquistas y anti catalanistas –la
reflexión identifica vasquismo y catalanismo con nacionalismo- sino, en todo
caso, antinacionalistas.
El sistema mayoritario no
funciona como pretenden los Fernández-Miranda. No tiende al radicalismo, ni a
la confrontación, sino a todo lo contrario, O bien a primera vuelta, en
distrito, o a segunda vuelta, tanto el hipotético candidato nacionalista como
el españolista habrían de tender al máximo de moderación, cuanto menos en su
campo.
El sistema proporcional, de
hecho, y es un dato que se conocía bien cuando se puso en marcha la transición,
prima a las minorías, al hacerlas imprescindibles para la formación de
gobiernos, y por tanto hace oscilar hacia ellas, y su radicalismo, el espectro
político.
Así, el candidato nacionalista
tenderá a radicalizarse para evitar la fuga de votos hacia posiciones más
radicales. Y los partidos españolistas tenderán a hacerse nacionalistas, si
precisan el concurso de alguna formación de ese cariz para formar gobierno.
De hecho, es lo que ha sucedido.
El partido socialista ha devenido en confederación de partidos nacionalistas en
aquellas zonas donde precisa al nacionalismo para gobernar. De esa forma, el
partido nacional, como viene sucediendo, y como también tuvo lugar cuando el PP
preciso el concurso de CiU entre 1996 y 2000, oscila hacia posiciones de
comprensión o tacticismo o de estricta infección nacionalista, para no entrar
en contradicción con sus franquicias periféricas. No sólo eso: la misma
gobernabilidad de la nación se entrega a las sobrerrepresentadas minorías
nacionalistas.
La Ley d’Hondt, unida a la
circunscripción provincial, agravó aún más el problema, pues al primar al
primer partido, respetar al segundo y castigar al tercero, hace prácticamente
imposible la consolidación de un partido bisagra de ámbito nacional. Sin
embargo, los partidos nacionalistas sortean esa corrección si obtiene el primer
o segundo puesto en unas pocas circunscripciones.
Al no haber partido bisagra
nacional, esa decisiva función pasa a ser ocupada por los partidos
nacionalistas, con lo que la tendencia es a la destrucción de la nación,
mientras se mantiene una falsa estabilidad.
Al margen de las infantiles y
grotescas manipulaciones de los Fernández Miranda, resulta claro que el
objetivo era no dejar fuera a los partidos separatistas, sino integrarlos, lo
cual es una tremenda confusión de los deseos con la realidad, porque ninguna
sociedad que pretenda sobrevivir intenta integrar al separatismo, ni éste va a
estar dispuesto a tal patraña. La cuestión es que el servilismo monárquico se
impuso a cualquier atisbo patriótico o de simple sensatez, pues esa integración
puede traducirse directamente por, simplemente, aceptar la monarquía. Ya hemos
visto como ese era el núcleo fundamental del llamado consenso constitucional y
como estuvo a punto de concederse, por inspiración de Zarzuela, y por
iniciativa unánime de los senadores designados por el monarca, la independencia
a Vascongadas desde el principio, con el mero recurso de un retórico pacto con
la Corona. O como luego se estuvo también a punto de entregar Navarra al
nacionalismo vasco, hasta la rebelión, comandada corajudamente por Jesús Aizpún,
de la UCD navarra.
La historia de la transición
puede escribirse como la ininterrumpida cesión a los nacionalistas y ello por
la búsqueda de un consenso obsesivo en torno a la monarquía. Basta considerar
que el primer Congreso de los Diputados era el menos nacionalista de los que
han venido después. Desde el principio, y en pleno aventurerismo, se incentivó
el secesionismo, se lo convirtió en rentable, y se ha obligado a los ciudadanos
a luchar contra esa fuerte corriente de suicidio colectivo. He descrito en mi
libro Casta parasitaria, la transición como desastre nacional el paradigma o
efecto del ‘nacionalista perverso’: hubiera bastado que, al comienzo de la
transición, hubiera habido solo en un pequeño y recóndito pueblo de la
geografía patria un partido nacionalista para que hubiera infectado a toda la
nación.
La unidad de España se puso en
entredicho, mientras que el absoluto fue la estabilidad en el empleo de la
familia Borbón, travistiendo su interés personal y de clan en un pervertido
interés nacional. Por supuesto, las endebles reflexiones de Torcuato resultan
muy superficiales en relación con una presidencia votada de manera directa por
todo el cuerpo nacional, pero eso nos lleva hacia una república
presidencialista, materia que dejo para más adelante.
El concreto en el que se ahormó
el pacto de la transición o el pacto constitucional, cuyo pivote era la
estabilidad en el empleo de los borbones, fue la hiperinflación de políticos,
un absurdo modelo de Estado que, bajo la coartada de descentralización, llevó a
la configuración de diecisiete miniestados autonómicos, añadidos a las
diputaciones y ayuntamientos, sin restricción alguna, ni límite de austeridad,
permanentemente abierto con el artículo 150.2. Es tal el desastre que lo lógico
es que cada una de las autonomías se constituya en nación independiente. Tal
disgregación no ha llegado a producirse, aunque sí la conformación de
auténticos miniestados de suma ineficacia y oneroso peso sobre los
contribuyentes, que sólo el esfuerzo, contracorriente, luchando contra los
imponderables del marco establecido, llevado a cabo por los ciudadanos, ha
ralentizado esa deriva disgregadora.
La política de cesión a los
nacionalistas es una responsabilidad directa del monarca. De hecho, para
mantener un conjunto de ficciones –la de la estabilidad, la de la integración
de los nacionalistas y la de la falsa condición pacífica de la transición- los
borbones no se hicieron presentes nunca en los funerales por las víctimas del
terrorismo, que, en buena medida, morían en aras de esa desquiciada confusión
impuesta desde las alturas. Hasta la presencia del presunto príncipe heredero
en el funeral de Miguel Ángel Blanco, los borbones no tuvieron la deferencia de
mostrarse cercanos a las familias de las víctimas de sus súbditos.
También es responsabilidad del
monarca la masiva compra de voluntades con cargo al sufrido contribuyente, de
forma que el monarca ha de ser considerado, en propiedad, el jefe de la actual
casta parasitaria que ha terminado por asfixiar a la economía española y a la
sociedad. Por los pasos que se dan en las negociaciones, el objetivo de máxima
prioridad fue consolidar la monarquía, mediante la sustracción de cualquier
debate monarquía-república, lo que se obtuvo incluyendo la monarquía en el
paquete completo de la democracia, de la Constitución de 1978 (ya hemos visto
hasta qué punto llegó la hipocresía del PSOE), la contrapartida manifiesta fue
la creación de un extenso botín para los partidos políticos, una piñata de
puestos para todos, en los ayuntamientos, en las diputaciones, en las
autonomías y en el Estado central. ¡Cuatro niveles administrativos!
En términos de coste-beneficio, a
ningún partido, en efecto, le compensaba seguir la senda de la
desestabilización –es decir, cuestionar el puesto de trabajo del monarca-
puesto que carecían de los suficientes militantes para ocupar los puestos que
se les ofrecían. El aventurerismo del tándem Suárez-Borbón no tuvo límites.
Torcuato Fernández Miranda se retiró asqueado –y ninguneado- por el ‘café para
todos’. Josep Tarradellas hizo críticas muy duras al Estado autonómico. No es
que las consecuencias no fueran previsibles, ni que nadie las describiera, es
que se trataba de no quedarse parados, de marchar hacia delante sin evaluar las
consecuencias. Podía haberse procedido a la elección directa del alcalde,
manteniendo las estructuras limitadas y sostenibles del tardofranquismo, o
haber generado algún tipo de mancomunidad de diputaciones, pero se optó en
cualesquiera de los frentes por la apuesta más delirante, llenando España de
parlamentos y de boletines oficiales. Nada más lejos de la descentralización,
que fue la coartada, sino una floración boscosa de nuevos centralismos.
No cabe darle demasiadas vueltas,
ni perderse en el anecdotario. El principal responsable, el culpable último del
desastre nacional de la transición es Juan Carlos. Por supuesto, que el PSOE se
mostró sumamente irresponsable en relación con Andalucía y que Adolfo Suárez se
dejó influenciar por Manuel Clavero Arévalo, pero es que toda la transición, en
origen, se plantea como un abrumador neocaciquismo monárquico. A fuerza de
derroche y de generar una gigantesca estructura burocrática y partidaria se
consigue el objetivo de que el monarca quede fuera del debate, porque en todo
se podía ceder, menos en ese único punto. Se hizo mediante curiosas y mendaces
consignas como que era preciso conseguir unos partidos fuertes o que la
democracia era cara. Se sacrificó España y la sociedad a la monarquía.
Porque nada más falaz que lo que
la propaganda monárquica presenta como uno de los logros o aciertos: “la
concepción de esa Monarquía integradora que excluía por hipótesis los partidos
monárquicos, las tradiciones cortesanas o el secuestro de la Institución por un
estamento, una clase social o un bando político que pervirtiesen la relación de
servicio”. La cita es de Nicolás de Cotoner y Cotoner, marqués de Mondejar, uno
de los servidores de palacio en la transición. Resume una mentalidad. Veremos
en otro capítulo los niveles de corrupción que siempre han rodeado a Zarzuela y
que hubiera obligado a la dimisión de cualquier dirigente en cualquier
democracia. Con el superlativo botín partidario se hizo a todos los partidos
monárquicos y cortesanos. El PSOE ha devenido, por interés de casta
parasitaria, en uno de los más fervorosos de ese cortesianismo lightdel
juancarlismo. No se atendió, desde luego, a la aristocracia de la sangre, a la
de rancio abolengo y títulos históricos, sino que se generó una nueva
aristocracia interesada en sostener la monarquía para dar estabilidad e
incrementar sus privilegios: la clase política.
En los tiempos medios, por
ejemplo, tras la guerra civil entre los partidarios de Isabel la Católica y
Juana la Beltraneja, los nobles derrotados sufrían merma de sus posesiones
–para reducir su poderío y aquietar sus ansias levantiscas- pero, básicamente,
se respetaba su status para que el pueblo llano no cuestionara la posición de
preeminencia de la nobleza y considerara ese estado como una posición natural.
Los políticos, como clase, como
casta, son los nuevos aristócratas de la monarquía borbónico juancarlista. El
monarca es la coartada del sistema, la imagen de la estabilidad que justifica
la disolución nacional y la consunción de las fuerzas sociales y económicas,
porque las gentes vuelven su mirada hacia el monarca y ahí sigue él,
impertérrito, irresponsable. Símbolo, en realidad, de la inestabilidad, del
proceso que lleva a la miseria y la servidumbre a la sociedad. El monarca no es
otra cosa que el jefe de la casta parasitaria.
*Del libro “La monarquía
inútil” (editorial Rambla).