Sin importar quien desempeñe el cargo, el Presidente de la República es el primer Magistrado de la Nación. En la cultura romana, “magistrado” era quien ejercía función pública con autoridad investida de mando y jurisdicción y; en los tiempos de la República Romana, en reemplazo del rey, se elegían anualmente a dos magistrados consulares, que se distinguían entre sí por las funciones que se delegaban y que se controlaban entre ellos, aparte de las limitaciones impuestas por el Senado. La representación de dos cónsules es el origen de la bicefalia entre Jefe de Estado y Jefe de Gobierno que se distinguen en países como Gran Bretaña o Francia. En Estados Unidos, el Presidente de la República es el jefe de Estado y a la vez Jefe de Gobierno. Cuando se dice que es Jefe de Estado se hace referencia al aparato jurídico de la nación, a la que a su vez personifica y, en tanto que representa a una masa humana, se convierte en el gobernante de todos.
En el Reino de España, y haciendo un somero resumen, fue Juan Carlos Alfonso Victor de Borbón y Borbón-Dos Sicilias (más conocido como Juan Calos I), quien una vez recibidos todos los poderes como Jefe de Estado por parte de un régimen dictatorial, “entregó” esos poderes al Pueblo del Reino de España a través de una Carta Otorgada, comúnmente conocida como Constitución una vez legal y legítimamente refrendada por el pueblo. Y es aquí el comienzo de la existencia incongruente de un Jefe de Estado “pasivo” agravado por la inexistencia –en la práctica- de una separación del poder legislativo y ejecutivo a causa de una ley no escrita como es la de ser fiel al partido y que subyace de la misma forma de elección de nuestros representantes -llámese listas cerradas.
El término legitimidad puede tener tres acepciones: Legitimidad justa, que ésta referida a la justificación filosófica, la sociológica que liga con las creencias sociales que aseguran y justifican el poder, independientemente de sí son aparentes con la fundamentación filosófica (ética y estética) y, finalmente, la justificación legalizada, que es la expresión jurídica con la que el propio poder –a través del ordenamiento jurídico- se justifica. La legitimidad justa o también llamada filosófica es una legitimidad crítica, valorativa ligada a una determinada concepción de la justicia, propia del derecho natural, mientras que la legitimidad sociológica es la legitimidad aceptada socialmente en función de cómo se ve o como se representa el problema del poder, de Estado, de la convivencia social y finalmente, la legitimidad legal es la reconocida por el sistema legal o jurídico imperante.
Lo ideal sería que lo mismo que los tres poderes: legislativo, ejecutivo y judicial tiendan al independentismo, las tres legitimidades coincidan, se acerquen o concilien, pues la discrepancia puede dar lugar a conflictos entre poder y sociedad. Sin perjuicio de las distinciones, los constitucionalistas reconocen que cuando se habla de legitimidad constitucional la referencia inmediata es al “sentimiento social afectivo de que gozan las instituciones y los principios tutelados” por el derecho constitucional y que a su vez por dicho sentimiento “se nutre su validez y existencia”. Sin desatender a lo expuesto, sin embargo habrá que indicarse que, en el juego político, la legitimidad también supone la elaboración de consensos en medio de los distintos colectivos que conforman la nación. Es la formulación de la llamada “legitimidad sociológica”. En la medida que existe legitimidad, la obediencia civil y la cooperación con el gobernante quedan garantizadas.
Y es cuando la forma más grave de crisis política se expresa a través de la desestructuración de los partidos políticos, perdiendo su crédito y legitimidad filosófica y social ante la colectividad social y política, lo que a su vez redunda en la desconfianza para con la representación de los órganos políticos del Estado, convertida en una realidad después de las elecciones europeas; mira tú qué casualidad, es cuando nuestro “pasivo” Jefe de Estado, Juan Carlos I “El Campechano” decide dimitir, perdón, abdicar.
Es verdad que existe un mandato constitucional -desoído durante cerca de 36 años, por el cual el Congreso de los Diputados debe regular la sucesión mediante Ley Orgánica. Lo que no dice es en qué sentido. En cualquier caso, yo no hablo sobre la legalidad, sino sobre la legitimidad. Si fuesen verdaderos representantes del pueblo preguntarían a sus ciudadanos qué camino deben tomar y, si fuera el del rechazo a la monarquía, disolverían las cortes y comenzarían inmediatamente un proceso constituyente con todas las garantías de participación ciudadana.
Siento que me están tomando el pelo.
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