El desarrollo de las “ciudades del consumo” ha transformado
la geografía urbana y los hábitos de consumo y de vida de los ciudadanos. En
cualquier lugar del planeta es posible encontrar, con la misma arquitectura y
distribución de espacios, grandes superficies y macrocentros de comercio y
ocio. Es la manifestación más evidente de la globalización comercial. Por ello
se considera que son las “catedrales” de la nueva “religión del consumo” que se
extiende por todo el planeta.
Algunas de las transformaciones de la sociedad de consumo
les han podido pasar inadvertidas a las personas que las han vivido. Pero
existe un fenómeno que, por su rápida y extensa implantación, nadie ha podido
dejar de advertir: la progresiva desaparición de las tiendas tradicionales y el
nacimiento de los nuevos centros comerciales. Si el autoservicio fue el primer
paso en la evolución de los sistemas de distribución y venta, el desarrollo de
las “ciudades de comercio y del ocio” es, junto con la generalización del
comercio electrónico, el último paso de esta evolución. En España el primer
hipermercado se puso en marcha en el año 1973 y en 1980 comenzó la implantación
de los macrocentros que reúnen en un mismo espacio, con unidad de servicios
(aparcamientos, vigilancia, zonas de paso, etc.), una amplia oferta que incluye
grandes superficies, tiendas de todo tipo, cines, oficinas bancarias,
restaurantes, etc. Desde entonces su expansión ha sido (y continúa siendo)
espectacular, y se han extendido por todo el mundo transformando la geografía urbana
y los hábitos de consumo y de vida de los ciudadanos.
Una nueva filosofía de vida: “comprar por comprar”
El desarrollo de estos macrocentros comerciales es el
producto de una profunda transformación del significado de la compra. Para los
economistas clásicos las personas tendrían necesidades que cubrir
(alimentación, vestido, salud, etc.) y recursos económicos escasos. Por ello
deberían buscar las mejores decisiones de compra para obtener las cosas
necesarias con los menores costes posibles. Pero las estrategias comerciales y
publicitarias han transformado la emocionalidad y los valores de los
consumidores actuales, cuyos comportamientos resultan ya muy poco racionales.
Pueden recorrer kilómetros para ir a un hipermercado y ahorrarse unos céntimos
(sin tener en cuenta el tiempo y el dinero que gastan en su desplazamiento) y
acabar con un carro lleno de cosas superfluas, compradas para aprovechar
“magníficas oportunidades” de hacerse con productos que nunca habrían pensado
comprar, ni necesitan. Los comerciantes saben que, cada vez con más frecuencia,
no son las necesidades las que impulsan a la compra, sino que la compra es un
fin en sí mismo. El consumidor necesita comprar, aunque no necesite lo que
compra. Si no fuera así, en las sociedades desarrolladas, en que las personas
tienen cada vez mas cubiertas sus necesidades, llegaría un momento en que
disminuiría sus compras. Pero la realidad es que cuando esto debiera suceder,
el consumidor busca o asume continuamente las “nuevas necesidades” que la sociedad
de consumo le ofrece, y sigue comprando, incluso más cada día.
Estrategias comerciales de incitación al consumo
Para este nuevo consumidor no sirve el comercio tradicional,
en el que se entra en la tienda sabiendo lo que se necesita y buscándolo. En los
centros comerciales actuales el consumidor entra sin una idea clara de lo
quiere comprar o incluso sin querer comprar nada. El deseo de comprar y la
decisión de llevarlo a cabo va a surgir dentro del establecimiento. Por ello el
comercio no es ya un espacio cerrado en el que alguien pregunta, tras un
mostrador “¿qué quiere Vd.?”. Esta pregunta retraería a los consumidores que
entran buscando ver algún producto que les despierte el impulso de compra. Los
comercios se han convertido en un lugar de estancia, de paseo, de distracción,
que se juntan creando calles y galerías, artificiales pero acogedoras, en una
especie de intermedio calle/tienda por la que pueda pasear entre bancos,
plantas y árboles artificiales. En estas “calles” encontrará tiendas pequeñas,
medianas, grandes almacenes e hipermercados y también cines, restaurantes y
discotecas o lugares de ocio. La premisa es muy sencilla: cuanto más tiempo
pase una persona en estos centros y más espacio de ellos recorra, más productos
verá, más tentaciones recibirá y, por lo tanto, más comprará.
Hay que señalar que la sensación de comprar en libertad que
ofrecen los actuales centros comerciales esconde unas posibilidades de
manipular y dirigir la conducta de los consumidores en beneficio de los
comerciantes como nunca antes había existido. Mediante la estudiada
organización y distribución de sus espacios, elementos y productos, así como la
preparación del entorno, se incita al consumidor a comprar y se trata además de
que esta compra se dirija a determinados artículos. Son los “trucos de los
comercios” de los que vamos a señalar algunos de los más frecuentes en las
grandes superficies: Los comerciantes cuidan hasta los más mínimos detalles de
su establecimiento: los colores, la iluminación e incluso la música ambiental.
Tratan así de atraer al consumidor y hacerle sentir en un ambiente agradable y
apropiado para el consumo. También la ausencia de referencias exteriores de
espacio y tiempo (no suele haber ni relojes visibles ni ventanas) contribuyen a
este efecto.
Por otro lado, el simple hecho de estar rodeado de personas
que compran produce un intenso efecto de imitación y contagio colectivo en la
mayoría de los consumidores. Colocar los artículos de primera necesidad y de
venta más frecuente (pan, leche, aceite, etc.) en lugares distantes entre sí,
para que el consumidor recorra largos espacios en el establecimiento. Dirigir
el “flujo de la visita” del modo más amplio posible para que los consumidores
pasen por un mayor número de secciones y tengan mayores tentaciones de compra.
Para ello se colocan al fondo de los locales determinados “cebos” y artículos
de más demanda o se sitúan las entradas y las salidas de los establecimientos
distantes entre sí. Los artículos que se desean vender se colocan en los
estantes intermedios, a la altura de los ojos, para atraer la atención del
consumidor. Los artículos colocados en los lugares altos y bajos de las
estanterías difícilmente son vistos. Se colocan los productos que se desea
vender junto a otros más caros (para que parezcan baratos) o en una posición
intermedia entre otros extremadamente caros o baratos.
Los establecimientos se distribuyen en pasillos largos, sin cortes y
relativamente estrechos, en los que es difícil dar la vuelta con el carro, a
menudo de grandes dimensiones, para estimular la compra. El consumidor, una vez
que entra en un pasillo con su carro, está obligado a recorrerlo hasta el
final, sin poder retroceder o desviarse.
Las “cabeceras” de los lineales son lugares muy preferentes
ya que para dar la vuelta el consumidor debe disminuir la velocidad de su
marcha y prestar atención a lo que le rodea. Por eso es allí donde se colocan
la mayoría de las ofertas. Colocar atractivos carteles o reclamos que hacen
referencia al precio o las características del producto con grandes o
llamativos caracteres. La simple visión de estos anuncios de “falsas ofertas”
tienta a muchos consumidores, aunque desconozcan si se trata o no de una buena
compra.
Al lado de las cajas de pago se colocan artículos de
capricho, puesto que es fácil que al acabar todas las compras previstas, y
mientras se está haciendo fila para pagar, el consumidor compre por “impulso”
este tipo de productos. La efectividad de todo este tipo de técnicas está
ampliamente contrastada. Como prueba de su éxito se puede señalar que entre el
40 y el 70 por ciento de las decisiones de compra se toman dentro de los
centros comerciales y muchas de ellas se refieren a productos que el consumidor
no tenía previsto comprar cuando entró en el establecimiento. Además, el 95 por
ciento de los consumidores que entran en una gran superficie sin una idea
definida de lo que quieren comprar o simplemente “para mirar”, terminan
realizando alguna compra.
Efectos psicológicos y sociales de los nuevos
establecimientos comerciales
Si antes los comercios se instalaban en las calles de la
ciudad, ahora las tiendas han creado sus propias calles: las galerías se
convierten en ciudades y construyen un nuevo mundo centrado en el consumo. Son
falsas ciudades pero imitan a las reales: es fácil aparcar, se siente seguridad
y todo está pensado para resultar acogedor y seductor para propiciar la compra.
El peligro de dejarse arrastrar por esta seducción es evidente, sobre todo para
los niños y jóvenes que los eligen como lugares donde pasar la mayoría de sus
ratos de ocio. Sin pisar la calle, familias enteras pasan del aparcamiento de
su casa al del centro comercial, y una vez allí pasean, miran escaparates,
compran, van al cine o comen en un restaurante, y, así, sin salir de este espacio
cerrado, pasan mañanas y tardes enteras. Parece que el ciudadano ha olvidado
que han sido creados buscando en cada detalle sólo aquello que pueda hacerlos
más atractivos y rentables desde el punto de vista comercial, es decir, más
incitantes a la compra. Ciertamente la gran atracción de estos macrocentros se
explica, en gran parte, por los aspectos negativos de las grandes ciudades en
las que a menudo lo único cercano y fácilmente accesible son esos grandes
centros, abiertos muchas horas, a los que se puede ir sin avisar y en los que
se aparca con facilidad.
Las ciudades actuales son cada vez más inhumanas y menos
propicias para el contacto con otras personas. Ver a amigos o familiares
resulta en ellas mucho más difícil e incómodo que acudir al centro comercial
más cercano. Pero el consumidor no es consciente de los efectos que supone
pasar una gran parte de su vida en esas “ciudades interiores” creadas por el
comercio. Permanecer horas y horas rodeados de escaparates, tiendas y reclamos
comerciales tiene una repercusión intensa sobre cualquier persona. Consciente o
inconscientemente se acaba asumiendo una visión consumista de la vida, en la
que la felicidad y el éxito social depende de lo que uno compre, y en el que no
es posible divertirse sin gastar dinero. La generalización del uso de estos
macrocentros comerciales como lugares de ocio acaba cerrando el abanico de
intereses no consumistas de las personas y de la sociedad.
Muchos consumidores afirman que van a estos centros porque
allí “hay de todo”. Obviamente no es verdad que “haya de todo”. Cada metro de
estos lugares está pensado en función de su rentabilidad económica, y por lo
tanto dejan fueran todo lo que no produce -directa o indirectamente- beneficio
económico. Será difícil encontrar en ellos, por ejemplo, exposiciones de arte,
bibliotecas, salas de conferencias o lugares de estancias o encuentro social en
los que no sea preciso consumir. Otra triste consecuencia de lo anterior es que
las calles de las ciudades pierden su tradicional importancia como lugares de
estancia y encuentro y los ciudadanos las usan sólo como lugares de paso
(muchas veces en coche) entre las viviendas y los centros comerciales.
Encerrados en estas artificiales “ciudades” del comercio, ignoran las ofertas
de ocio y cultura no consumista que les pueda ofrecer su ciudad y alejan las
posibilidades de desarrollo urbano más humano, en el que la vida y el contacto
con otras personas suceda en espacios abiertos y públicos.
No se ha reflexionado suficientemente sobre lo que supone el
triunfo de esas “ciudades interiores” creadas por el comercio. Aunque la
sensación de soledad, inseguridad y falta de alicientes que siente el moderno
“urbanita” encuentre alivio en ellos, le arrastra a un estilo de vida
materialista e insatisfactorio. El auténtico progreso debería conducir a un
desarrollo humano menos superficial, más pleno y más sostenible.
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