Esta es la historia de Fabián C. Barrio, quien ha dado la vuelta al mundo en motocicleta y, cuando llegó a Nepal se encontró con el siguiente drama.
El día en que aquellos hombres llegaron a la aldea, Keshav
acababa de cumplir cuatro años, aunque no lo sabía. Los vio descender de su
furgoneta, un viejo cascajo inglés que a Keshav le pareció una nave espacial.
Los niños corrieron a ocultarse tras la maleza y los adultos dejaron de orear
cereales y rodearon la furgoneta y sus ocupantes con una mezcla de curiosidad y
veneración. La aldea de Keshav se encontraba en una falda abrupta del Himalaya,
cerca de la diminuta localidad de Kehami, y para llegar allí, la antediluviana
furgoneta había hecho esfuerzos más allá de lo imaginable, traqueteando entre
las piedras y los árboles catedralicios como un resollante animal prehistórico.
Se bajaron de él dos hombres. Iban vestidos pulcramente con dhotis de color
pistacho, la prenda de ropa típica para los hombres en India. Entraron en la
modesta chabola de los padres de Keshav y estuvieron allí largo rato
parlamentando ante un cuenco de lassi. Keshav espió todo a través de las
rendijas de la pared de bambú. Las frases le llegaban como instantáneas
fotográficas, como un mosaico de breves destellos.
- Será famoso.
- En el circo la gente lo aplaudirá y ganará muchísimo
dinero.
- Lo hacemos por el bien de los niños, para darles un
futuro.
- Le adelantamos el dinero. 2.900 rupias. 40 dólares.
- No tiene más que firmar en este documento.
- El niño estará bien, no tiene de qué preocuparse.
Keshav vió como su padre, un modesto agricultor que apenas
podía dar de comer a sus cinco hijos con lo poco que vendía en el mercado
semanal de Kehami, se inclinaba para mirar el documento que uno de los hombres
le tendía por encima de la mesa. Su padre no sabía leer ni escribir y el
documento estaba en Inglés, así que nadie en la aldea podía siquiera adivinar
qué decía. No obstante, lo estudió largamente como si pudiera extraer de él su
esencia. Hizo una breve inclinación de cabeza y depositó el documento sobre la
mesa. Uno de los hombres sacó una almohadilla de tinta de un pliegue de su
dhoti. Su padre untó el pulgar en la almohadilla y lo presionó contra la hoja
de papel, mientras el otro hombre contaba con grandes aspavientos el dinero,
que había sacado de un sobre de lino.
- ¡¡Keshav!!- gritó la madre. El niño se aproximó
titubeando. Ella le explicó que tenía que irse con esos hombres en la
furgoneta. Que tendría un futuro. Que pronto volvería a visitarlos convertido
en un hombre rico. Que debía obedecerlos en todo. Sin un ápice de tristeza, la
madre empujó al desconcertado Keshav hacia la parte de atrás del vehículo. Se
abrió la puerta y Keshav pudo distinguir en la penumbra a otros cuatro
muchachos de entre tres y cinco años de cara sucia y asustada. Keshav entró
trastabillando y la puerta se cerró con fuerza a sus espaldas. El vehículo se
puso en marcha dando tumbos.
Ese mismo día, los hombres firmaron otros seis contratos en
las aldeas vecinas. Keshav se vio zarandeado con otros diez niños durante
interminables horas en la furgoneta sin ventilación. Muchos lloraban. Casi
todos especulaban sobre cuál sería su futuro. Sin saberlo, Keshav cruzó la
frontera de la India en algun momento indeterminado de la noche. Los guardias
recibieron el soborno, y Keshav dejó de existir legalmente. Al cabo de cinco
días interminables dando botes en la oscuridad maloliente de la furgoneta,
comiendo apenas un cuenco de arroz al día, las puertas se abrieron. Keshav
estaba en Delhi, una ciudad de la que no había oído hablar jamás. Medio
deslumbrado, fue entregado a un hombre de ropas estrafalarias, muy gordo, con
cara de sapo, enormes bolsas bajo los ojos y piel áspera. El hombre montó a
Keshav y a dos niñas más en su carromato y tomó rumbo al oeste.
Philip Holmes llegó a casa aquella tarde como siempre a las
cinco y media. Se armó de valor al meter la llave en la cerradura y, abriendo
la puerta, exclamó con fingido entusiasmo canturreando:
- ¡Ya estoy en casa, Esther!
Su voz sonaba más animada de lo normal. Intentaba con ello
insuflar ánimos en su mujer, que había caído en una severa depresión al saberse
estéril. Esther pasaba los días llorando o en estado catatónico en su
habitación, con las cortinas cerradas, sin apenas reaccionar ante estímulo
alguno. Pero Chris seguía intentándolo. Había parado en una bakery cercana, y
dejó la bolsa de papel en la mesa de la cocina. Comprobó que Esther no había
probado la comida que él le había dejado preparada aquella mañana.
- ¡¡Esther, he comprado muffins, son tus favoritos!!
Subió la escalera que llevaba al primer piso. Vivían
holgadamente en una casita adosada a las afueras de Londres. Philip abrió la
puerta del dormitorio. Como siempre, se encontró un bulto amorfo en la cama, y
la habitación en penumbra.
- Cariño, despierta. Baja a comer unos muffins, ¿quieres?
Esther no se movió siquiera. Phipil se sentó al borde de la
cama y tocó suavemente su hombro llamándola. Pero Esther permanció inmóvil sin
siquiera protestar como era su costumbre. Philip empezó a preocuparse. Volteó
el cuerpo de su mujer. Tenía los ojos abiertos y espuma blanca en la comisura
de los labios.
- Oh, Dios mío, Esther… ¿Qué diablos…?
Philip zarandeó a su mujer. Miró a su alrededor y observó
las cajas de tranquilizantes abiertas y vacías. Todas las medicinas que había
en casa estaban abiertas y desparramadas por el suelo de la habitación. Philip
también vio con un estremecimiento la nota sobre la mesilla de noche con su
nombre. Fuera de si, buscó el pulso en la yugular de su mujer. El cuello estaba
frío como el mármol. Llorando, gateó hasta la mesilla de noche para hacerse con
el teléfono.
niño-esclavo-payaso |
El carromato llegó por fin a su destino. Keshav no había
visto nada igual. Se trataba de una enorme estructura de tela, como una tienda
pero de proporciones increíbles. A su alrededor, gente extravagante bullía en
actividad frenética: lanzaban bolos al aire, practicaban pesas, preparaban la
comida, caminaban sobre una cuerda tendida a escasos treinta centímetros del
suelo en precario equilibrio. Keshav observaba incrédulo esa eclosión de
actividad. El hombre que lo había traído hasta ahí le propinó un cachete,
sacándolo de su estado de asombro. Lo cogió de una oreja y lo llevó arrastrando
hasta un carromato. Las tres niñas que habían hecho el trayecto con él los
siquieron como pollitos tras su madre. Una de ellas, la más pequeña, que no
contaría com más de dos años, lloraba sin parar. Enormes mocos caían de su
nariz y rezumaban hasta la barbilla. Su pelo negro se encontraba enmarañado y
sucio, y apenas se cubría con un raído sari hecho jirones. Alrededor de la
enorme carpa se situaban pequeñas tiendas y carromatos. El hombre con cara de
sapo se paró ante el más grande.
- Tú- dijo apuntando a Keshav-, dormirás aquí debajo- señaló
los bajos del carromato-. Quiero que limpies mi casa todos los días y tengas
siempre agua fresca. ¿Entendido?
Keshav asintió tragando saliva. El hombre hablaba con un
acento extraño, y muchas de sus palabras se perdían en los pliegues de su
papada.
Esa misma tarde, Keshav se vio enfrentado a lo que sería su
rutina en los años siguientes: Un adusto y esquelético equilibrista entrado en
la cincuentena le dio su primera lección de artes escénicas haciéndolo caminar
erguido sobre una cuerda tendida en el suelo. Cada vez que Keshav titubeaba, el
hombre le propinaba un latigazo en las piernas con una vara flexible. Al cabo
de unas horas, Keshav era prácticamente incapaz de andar y sus piernas
sangraban abundantemente. No obstante, el hombre gordo lo obligó a puntapiés a
ir a por agua. Al atardecer, le enseñó cómo dar masajes a sus rollizos y
peludos hombros. Por la noche lo hizo pasar al interior de su caravana, donde
permaneció las dos horas más largas de su vida.
Y así transcurrieron los días primero, los meses después.
Este es Keshav el día en que fue rescatado tras once años de
esclavitud en los que no salió un solo día de los confines del circo:
Philip desembarcó en Nepal sin saber muy bien por qué había
llegado hasta ahí. Buscándose sólo a si mismo. Tras de si dejaba muchos meses
de dolor. Había enterrado a Esther, había vendido todos sus bienes, se había
jubilado. Esther siempre había mencionado en vida que quería ayudar de alguna
forma a los niños, y juntos habían planificado visitar Nepal. Así que Philip se
encontraba en ese país sin saber muy bien qué hacer a continuación. Sentado en
la cafetería del hotel, la providencia puso ante sus ojos un artículo sobre los
niños en las cárceles nepalíes. Niños que se veían obligados a vivir encerrados
con sus padres, y que no habían cometido más delito que nacer de un padre
ladrón. El artículo revelaba que había más de doscientos niños en esa
situación. Enfrentándose al laberinto de la burocracia nepalí, Philip logró
entrar en una de las cárceles. Echó un vistazo a las celdas pútridas donde se
hacinaban jirones de carne que antaño habían sido seres humanos. Y observó
horrorizado unas manitas que sobresalían de los barrotes de una de las celdas.
Era un niño. Suplicando algo de comida.
Keshav tras once años de esclavitud, abusos físicos,
psíquicos y sexuales
|
Conocí a Philip la misma mañana en que dejé atrás Nepal.
James y Emily habían oido su historia a través de un conocido común. Nos
reunimos los cuatro en la cafetería de un hotel. Philip habló durante largo
rato, mezclando sabiamente las cifras más duras con las historias más humanas.
Nos contó que había abandonado la intervención en las cárceles tres o cuatro
años después al comprobar que mucha gente mandaba a niños a prisión para que
ellos los rescataran, y que al final entraban más niños de los que ellos podían
rescatar. Nos contó que poco después tuvo conocimiento de la existencia de un
intensivo tráfico de niños-esclavos de Nepal a los circos indios. En la época
en que Philip empezó a investigar, contabilizaron una treintena de circos
grandes -de más de doscientos empleados- y casi un millar de pequeños -de una
veintena de miembros-. Los niños eran vendidos por sus familias, quienes
renunciaban sin saberlo a su custodia por cuarenta dólares. Los circos
itineraban por todo el país cambiando su nombre, y requerían un constante flujo
de pequeños esclavos que se dedicaran a las tareas más ingratas. Tanto niños
como niñas eran obligados a prostituirse para incrementar los beneficios. Eran
adiestrados con palizas para aprender las rutinas más intrincadas, los
contorsionismos más extremos y los malabarismos más arriesgados. Cuando los
niños se hacían mayores y perdían su flexibilidad, eran arrojados a las calles de
las ciudades, donde se ganaban la vida mendigando. Privados del más mínimo
conocimiento del medio al haber pasado toda su vida encerrados entre las lonas
del circo, la mayoría acababan muriendo de hambre. Muchos, al haber forzado su
cuerpo hasta el límite, quedaban lisiados de por vida. Las niñas corrían peor
suerte: con doce o trece años eran obligadas a casarse con un miembro de la
troupe para así tener hijos que continuaran la tradición. Forzadas y vapuleadas
durante toda su vida, cuando por fin el equipo de Philip llegaba a su rescate
se negaban a ser rescatadas y se quedaban en un rincón, temblando de miedo,
como un aterrorizado pajarillo al que súbitamente sacan de su jaula y lo lanzan
a volar sin contemplaciones.
- Un día -contó Philip- hicimos una intervención en un circo
bastante grande de Bombay. Entró la policía, sacamos a veinte niños que eran el
harén personal del dueño del circo, todo muy espectacular. Me fijé en que había
un norteamericano y una italiana por allí, eran malabaristas que habían ido a
India a aprender artes circenses.
- Perroflautas- dijimos James y yo, mirándonos.
- ¿Cómo?- preguntó Philip. Tuvimos que explicarle que India
está plagada de perroflautas de uniforme, que van a India con una idea
preconcebida de misticismo y misterio que ni siquiera las toneladas de basura y
la injusticia desgarradora que rezuman sus calles es capaz de empañar.
- Bueno, eso es cierto, estaban asombrados… esta gente
cenaba cada noche con el pederasta, no podían hacerse una idea de que ese señor
“tan amable” estuviera cometiendo estas atrocidades en su circo.
Philip está salvando unos cien niños al año. Organiza
redadas constantemente en circos de toda la India. Irrumpe con un equipo de
voluntarios y la policía, se llevan a todos los niños que no están
documentados. Los niños sufren transtorno por estrés postraumático y tardan
muchos meses en florecer de nuevo, en la seguridad del centro de acogida que
Philip ha montado a treinta kilómetros de Kathmandu. Muchos de ellos sufren
rechazo hacia los colores del circo. Es casi imposible devolverlos a sus
familias originales, porque carecen de documentación pero, sobre todo, de
memoria. Todos sufren pesadillas. Algunos no levantan cabeza nunca. Ayer mismo
Philip organizó otra redada en otro circo. Por increible que parezca, hay
centenares de niños nepalíes que, en este momento, hoy, ahora mismo, son
esclavos o van a serlo. Philip ha metido entre rejas ya a quince traficantes.
Nadie sabe cuántos hay realmente operando. Pero en los últimos años, se han
encontrado vías migratorias abiertas desde Africa también.
Dime la verdad. ¿Eres capaz de permanecer impasible mirando
esta foto de estas niñas en minifalda sin mover un dedo, sabiendo lo que hay
detrás?
Yo no. Por eso estoy contándote esta historia. No sé cómo te
afectará, estás muy lejos, no has conocido a Philip, quizá no hayas estado en
India y no hayas visto su miseria y no puedas imaginarla, quizá no conozcas los
pueblos nepalíes al pie de las montañas donde nacen los niños esclavos y todo
esto te suene demasiado exótico. Sólo sé que tú puedes ayudar a Philip a acabar
con esto si quieres. Sé también que, al contrario de lo que ocurre con los
telemaratones y los comisionistas que te asaltan por la calle para que
apadrines a un niño, la historia que yo te estoy contando es real, tiene nombre
y apellidos. He conocido en persona a Philip. Ya no tienes como excusa ese
viejo dicho de que las donaciones al final no llegan a quien la necesita de verdad.
Keshav y los centenares de Keshav que hay en este triste mundo, están esperando
tu ayuda.
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