Entre los montes Palatino, Campidoglio, Aventino, Celio, Esquilino y Quirinale, ciudad bañada
por el Tíber, nació y bautizado por el Papa de la cristiandad Pío XII, Juan
Carlos Alfonso Víctor María de Borbón y Borbón-Dos Sicilias, hijo de un
heredero sin herencia que pleiteó con el golpista general Franco por el
usufructo de la voluntad de los españoles, degollada por éste último
durante la guerra civil. No fue hasta cumplir diez años que sus pies pisaron
por primera vez España, por expreso deseo del dictador y su aristócrata padre,
para estudiar y hacerse hombre versado en las nobles artes de la guerra,
fundamentales para el gobierno de un país aplastado por botas militares. Lo
hizo en la Academia General Militar de Zaragoza, la Escuela Naval Militar de
Marín y la Academia General del Aire de San Javier, instituciones educativas
tuteladas por quienes habían ensangrentado el país a las órdenes del general.
Como corresponde a un aspirante al trono de España, Juan
Carlos se casó en Atenas y accedió a los deseos del dictador aceptando el
Palacio de la Zarzuela como residencia familiar. Hasta la bobónica
napia de su padre llegaron los sutiles efluvios hormonales que Juanito desprendía
debido a su cercanía al caudillo. El actual rey de los españoles
declaró que “jamás” aceptaría la corona mientras viviera su padre
para, unos meses después, hacerle a su progenitor un familiar feo dinástico en
Estoril. El Conde de Barcelona comprendió definitivamente que su hijo había
revuelto las dinásticas ramas borbónicas y había saltado, avezado trepador, por
encima de él bajo la dictatorial tutela.
Por dos veces, 1969 y 1975, Juan Carlos rindió
vasallaje al dictador jurando públicamente guardar y hacer guardar, entre otras
cosas, los principios de su glorioso Movimiento Nacional. Franco murió
y Juan Carlos Alfonso Víctor María de Borbón y Borbón-Dos Sicilias pudo, por
fin, saborear la escabrosa herencia recibida de la dictadura. Las huestes franquistas
disputaron y negociaron el modo y el momento del traspaso de poderes al
protegido del oscuro militar. Una ceremonia fúnebre, seguida de una ceremonia
política, inhumaron la dictadura y dieron paso al reinado de Juan Carlos I. Cuentan
las malas lenguas que, en plena agonía, la generalísima boca exhaló como un
estertor las palabras “lo dejo todo atado y bien atado”.
Los políticos del franquismo, las instituciones del régimen
y su base sociológica urdieron la más formidable operación de camuflaje jamás
perpetrada, convirtiendo la monarquía en un caballo de Troya de
colosales dimensiones en cuyo interior se conjuraron el socialismo descafeinado
de González, el comunismo nominal de Carrillo, el centrismo provisional de
Suárez y los cien mil hijos de Fraga. En un alarde de modernismo y
originalidad hispana, al caballo le llamaron “Transición” y al
nuevo antiguo régimen (neofranquismo) “Monarquía parlamentaria”.
La tramoya nacional auspició una Constitución y un
sistema electoral que relegaron al olvido cuarenta años de sufrimiento,
permitiendo a sus actores ocupar el nuevo escenario del teatro patrio. La
banda sonora elegida para el estreno no fue interpretada por una orquesta de
cuerda y púa, sino por una rancia banda militar que interpretó varias piezas de
ruido de sables que alcanzaron su clímax con la actuación del solista Tejero
como preludio al aria redentora del Rey, televisada en directo para disfrute
del público nacional y extranjero.
Y ahora, en sus
horas decadentes, bajo la mirada complaciente de un arrugado rey caducado al
abrigo del palio nacionalcatólico, contempla en frente de si la cada vez
más cercana guillotina histórica y a sus verdugos que, quién lo iba a imaginar
y, para su propia desgracia han resultado ser su yernísimo y su hijísima.
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